lunes, 16 de enero de 2023

La cadencia de El Pulso Rojo (Parte I)



Empezó mi formación dos noches después del encuentro con el señor Kiyoshi en los Jardines Kioto, al tiempo que un torbellino de emociones parecía estar a punto de desestabilizarme, como si un mar revuelto estuviera estallando contra las piedras, en mis entrañas. Las noches estaban plagadas de pesadillas que fusionaban de forma perversa las imágenes de la grabación de Jürgen en aquel jacuzzi, viviendo hacia mí, acariciando mi rostro, para terminar estrangulándome; con recuerdos de las noches que pasábamos en la habitación anexa a su despacho, cuando aún trabajaba para él en Overlooker.  Donde nuestros cuerpos se fundían contra las cristaleras tintadas de aquella torre de babel cromada, que se alzaba insolente hacia el cielo, presidiendo la City. El despertar era demoledor. Tenía que enfriar tanto mis emociones como mi cuerpo y autoaplicarme una severa reestructuración cognitiva, recordándome como un mantra, cada una de las afrentas a las que él me había sometido y por las que aún seguía pagando, ahora junto a mi nueva familia, para poder sobrevivir.

Mi entrenamiento se inició en “El Pulso Rojo”. Esa misma noche, recibí otro paquete, esta vez envuelto en seda negra de la mejor calidad. Cuando lo abrí, me sorprendí del contenido. Por lo general, la ropa que me proporcionaban era de cierta calidad, no comparable a la que tenía delante, pero totalmente comedida. Sin escotes, de un largo hasta el tobillo y por supuesto, nada de transparencias. Tenía que pasar totalmente desapercibida. Así que cuando lo extendí sobre la cama, pensé que se trataba de una equivocación. Por un lado, un corsé negro de varillas metálicas, que enmarcaba perfectamente la cintura y las caderas, dejando totalmente descubiertos los senos. Tenía las tiras de enganche para sujetar las medias negras de encaje que venían con él y un minúsculo tanga rojo. Debajo, reposaba un batín negro semitranspartente con forma de kimono, que se anudaba cruzado hasta el tobillo. Sin saber el por qué, me lo puse. Cogí del armario, un abrigo igualmente largo de lana negro que anudé lo más fuerte que se puede atar una prenda así. Tocaron dos golpes suaves y secos en la puerta y sin esperar a que abriera, lo hicieron desde fuera. Los mismos custodios que me llevaron a mi cita con el señor Kiyoshi. Los dos guardaespaldas vestidos nuevamente con sendos kimonos negros y gafas de sol reflectantes. Detrás de ellos dio un paso adelante y apareció entre ellos una geisha, de rasgados ojos lavanda, maquillada como una Catrina mexicana. Vestía un kimono negro y corto de látex, que como una segunda piel enmarcaba su exuberante figura. Era más baja que yo, pero emanaba autoridad. Su media melena recta azul neón en su parte derecha, contrastaba con la media cabeza rapada del mismo color, mostrando una docena de pequeños aros plateados pendiendo de sus orejas. Su escote insinuaba casi en su totalidad la mitad de sus generosos pechos y de su torso blanquecino. Calzaba unas sandalias abiertas, hasta las rodillas, de tacón de aguja plateado. En su mano derecha, llevaba un abanico carmesí con cuchillas, que la ubicaba como trabajadora del templo de placer de El Pulso Rojo. Su forma de mirarme fue escrutadora. 

- Quítate eso -siseó tan suavemente que creí que lo había imaginado.

Miré a los impertérritos guardaespaldas, que seguían con sus rostros hacia adelante, sin haberse movido un ápice. Mi reflejo en sus gafas me hizo recordar  a un cervatillo aterrado, ante un depredador en mitad de la noche.

Un golpe seco y rápido me hizo volverá a fijar la vista en ella. Me había golpeado con su abanico en el muslo.

Dejé caer el abrigo, viendo mi desnudez en sus miradas. Sus ojos lavanda recorrieron cada centímetro de mi anatomía, mientras me evaluaba.

- Gira. Léntamente. -Volvió a susurrar-. Notaba su mirada en cada palmo de mi piel. Una furia caliente y espesa, recorrió todo mi cuerpo desde los dedos de los pies, hasta la coronilla. Dí una vuelta completa y volví a pararme frente a ella. Lo sabía, era ella la que decidía si iba a comenzar siquiera mi venganza. Así que cuando estuve ante ella, no pude menos que echar los hombros hacia atrás y abajo, adoptando una postura recta, digna e incluso altiva. Mis ojos se clavaron en los suyos desafiantes y sin poder contener mi lengua, me acerqué sibilina a su oído, pegando mi cuerpo al de ella, al tiempo que echando mano del palillo metálico que sostenía mi moño bajo, lo acerqué a su yugular, a su vez, noté el metal de su abanico pinzando la femoral de mi muslo derecho.  En ese duelo de vanidades, sólo pude exhalar...

- ¿Te gusta lo que ves?. 






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