miércoles, 28 de agosto de 2019

El viejo Costes




Vibran en mis oídos los ecos del pasado. Recuerdos de otras noches que compartimos juntos en aquel local clandestino, que a día de hoy aún preserva esa mezcla inconfundible de aromas, incienso y costo. Olor a futuro incierto, bañado por una excelsa baraja de posibilidades que se extiende ante tus ojos. El tipo de lugar, que únicamente puedes realmente disfrutar, durante una franja muy limitada de tiempo. Cuando tu alma aún es joven e idealista y no se ha sumergido demasiado, en los mares de la banalidad de la rutina adulta.  Cuando entro y entrecierro los ojos por el contraste de la luz baja y los diversos vapores, me doy cuenta, subo la media de edad. Sonrío cínica brevemente, mientras me quito la gabardina gris, que comienza a mojar el suelo de madera blanquecina. Gime como el primer día que entré ahí y lo seguirá haciendo por más que lo vuelvan a intentar barnizar. Apenas nadie se fija en mí. El local aún no está en su apogeo. Un par de personas de diferentes mesas bajas, posan en mí su mirada, cuando el local me da la bienvenida, pero vuelven a sus grupúsculos, casi al instante.
La esencia se mantiene. Al igual que la música. Ironías de la vida, vuelve a sonar aquella banda sonora, que me acogió trece años atrás. Hôtel Costes. Nunca supe el volumen.
Me acerco a la barra, en la que una joven camarera, desconocida para mí, -como no podía ser de otra forma-, me sonríe relajada. Cuando termina de apilar unas tazas, me atiende. “Liberté”, pronuncio devolviéndole la sonrisa, tras mirar brevemente la pizarra. Agradeciendo que, entre los nuevos cócteles, siguieran manteniéndose ahí la triada de la que éramos fieles acólitos: Liberté, Égalité y Fraternité.
Una breve secuencia se cruza en mi mente. Los tres brindando sonriendo, por el lema de la República Francesa, que siempre escogíamos y que hicimos nuestro.
Ella, Égalité. La justiciera del grupo, capaz de rasgarse las vestiduras, si sentía que la balanza se estaba descompensando y oprimiendo al desvalido. Le conociera o no. Él, Fraternité. El caballero del antifaz, que siempre iba a apoyar su espalda contra la tuya y lucharía mano a mano junto a ti. Y yo… Liberté. La que debería haber sostenido el yugo de la opresión y no dejarlo caer sobre ellos, para poder escapar. Liberté… siempre pensé que había escogido el arquetipo más poderoso y egoísta de todos y no me equivoqué. Bajo mi prisma, por supuesto.
Cogiendo el cóctel azul encantado, me siento en la que otrora fuera nuestra mesa. Al fondo, debajo de las escaleras. La más alejada de miradas y oídos indiscretos y la que ofrece una visión perfecta de todo el local. Misma bebida, misma mesa, inverso sentimiento. Un trago me ratifica tangiblemente la varianza. Cierro los ojos permitiéndome por fin, sentir cada recuerdo oprimido. Y el sabor ácido se revuelve en mis intestinos, junto con la culpa y el estómago se me pone del revés. Un sudor frío recorre mi cuerpo y vuelvo a escuchar el sonido de sus voces, a través del intercomunicador que tengo en mi oído.
Estoy nuevamente allí. Aquella noche, en el complejo de oficinas de Luis XIV. Vestimos el negro y nuestros rostros están bañados por la ilusión. Burlamos con artificio la seguridad humana y tecnológica del edificio y caminamos bajo las cámaras, con la osadía de quienes creen tener el mundo a sus pies. Cada eslabón de la triada por su camino, pero todos unidos por una misma voz. Cuando llegamos al punto de encuentro, algo había fallado. En realidad, lo había hecho desde el principio. El Escuadrón Absolutista nos estaba esperando. Égalité cayó la primera, como siempre sucede en caso de conflicto. Un agujero del tamaño de una moneda destrozó su cabeza, salpicándonos a Fraternité y a mí con su sangre y su materia gris. Sus ojos abiertos como platos, se cerraron muy lentamente. Como sin comprender que la vida iba yéndose de ellos. Y en el instante que Fraternité intentó fundir al tecnócrata que acababa de matarla, pudo darse cuenta de que su poder había sido bloqueado. Aterrado, no le dio tiempo a más que a interponerse ante mí y el segundo ataque, que destrozó sus entrañas. Cayó sobre mí y con su impacto acabamos en el suelo. Tardó en morir siete minutos y medio. Y mientras iba perdiendo sus sentidos paulatinamente, tuvo el horror de descubrir la verdad. Cómo Liberté le dejó en el suelo desangrándose. Librándose de su cuerpo inerte, sin mirar siquiera hacia él. Cómo se acercó a su asesino, cruzó unas breves palabras con él y salió de la sala. En su agónica muerte, una vez sólo en aquella sala en penumbra, Liberté oyó a través de su intercomunicador, las mismas palabras que ella misma había pronunciado al asesino de su triada, en boca de Fraternité:
-       Todo por el pueblo, pero sin el pueblo.

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