Vibran en mis
oídos los ecos del pasado. Recuerdos de otras noches que compartimos juntos en
aquel local clandestino, que a día de hoy aún preserva esa mezcla inconfundible
de aromas, incienso y costo. Olor a futuro incierto, bañado por una excelsa
baraja de posibilidades que se extiende ante tus ojos. El tipo de lugar, que
únicamente puedes realmente disfrutar, durante una franja muy limitada de
tiempo. Cuando tu alma aún es joven e idealista y no se ha sumergido demasiado,
en los mares de la banalidad de la rutina adulta. Cuando entro y entrecierro los ojos por el
contraste de la luz baja y los diversos vapores, me doy cuenta, subo la media
de edad. Sonrío cínica brevemente, mientras me quito la gabardina gris, que comienza
a mojar el suelo de madera blanquecina. Gime como el primer día que entré ahí y
lo seguirá haciendo por más que lo vuelvan a intentar barnizar. Apenas nadie se
fija en mí. El local aún no está en su apogeo. Un par de personas de diferentes
mesas bajas, posan en mí su mirada, cuando el local me da la bienvenida, pero
vuelven a sus grupúsculos, casi al instante.
La esencia se
mantiene. Al igual que la música. Ironías de la vida, vuelve a sonar aquella banda
sonora, que me acogió trece años atrás. Hôtel Costes. Nunca supe el volumen.
Me acerco a la
barra, en la que una joven camarera, desconocida para mí, -como no podía ser de
otra forma-, me sonríe relajada. Cuando termina de apilar unas tazas, me
atiende. “Liberté”, pronuncio devolviéndole la sonrisa, tras mirar brevemente
la pizarra. Agradeciendo que, entre los nuevos cócteles, siguieran
manteniéndose ahí la triada de la que éramos fieles acólitos: Liberté, Égalité y Fraternité.
Una breve
secuencia se cruza en mi mente. Los tres brindando sonriendo, por el lema de la
República Francesa, que siempre escogíamos y que hicimos nuestro.
Ella, Égalité. La justiciera del grupo, capaz
de rasgarse las vestiduras, si sentía que la balanza se estaba descompensando y
oprimiendo al desvalido. Le conociera o no. Él, Fraternité. El caballero del antifaz, que siempre iba a apoyar su espalda
contra la tuya y lucharía mano a mano junto a ti. Y yo… Liberté. La que debería haber sostenido el yugo de la opresión y no
dejarlo caer sobre ellos, para poder escapar. Liberté… siempre pensé que había
escogido el arquetipo más poderoso y egoísta de todos y no me equivoqué. Bajo
mi prisma, por supuesto.
Cogiendo el
cóctel azul encantado, me siento en la
que otrora fuera nuestra mesa. Al fondo, debajo de las escaleras. La más
alejada de miradas y oídos indiscretos y la que ofrece una visión perfecta de
todo el local. Misma bebida, misma mesa, inverso sentimiento. Un trago me
ratifica tangiblemente la varianza. Cierro los ojos permitiéndome por fin,
sentir cada recuerdo oprimido. Y el sabor ácido se revuelve en mis intestinos,
junto con la culpa y el estómago se me pone del revés. Un sudor frío recorre mi
cuerpo y vuelvo a escuchar el sonido de sus voces, a través del intercomunicador
que tengo en mi oído.
Estoy nuevamente
allí. Aquella noche, en el complejo de oficinas de Luis XIV. Vestimos el negro
y nuestros rostros están bañados por la ilusión.
Burlamos con artificio la seguridad humana y tecnológica del edificio y
caminamos bajo las cámaras, con la osadía de quienes creen tener el mundo a sus
pies. Cada eslabón de la triada por su camino, pero todos unidos por una misma
voz. Cuando llegamos al punto de encuentro, algo había fallado. En realidad, lo
había hecho desde el principio. El Escuadrón Absolutista nos estaba esperando. Égalité cayó la primera, como siempre sucede en caso de conflicto. Un agujero
del tamaño de una moneda destrozó su cabeza, salpicándonos a Fraternité y a mí
con su sangre y su materia gris. Sus ojos abiertos como platos, se cerraron muy
lentamente. Como sin comprender que la vida iba yéndose de ellos. Y en el
instante que Fraternité intentó fundir al tecnócrata que acababa de matarla, pudo
darse cuenta de que su poder había sido bloqueado. Aterrado, no le dio tiempo a
más que a interponerse ante mí y el segundo ataque, que destrozó sus entrañas.
Cayó sobre mí y con su impacto acabamos en el suelo. Tardó en morir siete
minutos y medio. Y mientras iba perdiendo sus sentidos paulatinamente, tuvo el
horror de descubrir la verdad. Cómo Liberté le dejó en el suelo desangrándose. Librándose de
su cuerpo inerte, sin mirar siquiera hacia él. Cómo se
acercó a su asesino, cruzó unas breves palabras con él y salió de la sala. En
su agónica muerte, una vez sólo en aquella sala en penumbra, Liberté oyó a
través de su intercomunicador, las mismas palabras que ella misma había
pronunciado al asesino de su triada, en boca de Fraternité:
-
Todo por el pueblo, pero sin el pueblo.
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