martes, 7 de junio de 2011

Suburbia




En Suburbia todo era decadencia y caos. Las normas no habían sido entendidas y por eso estaban relegadas y desechadas. Tan inútiles eran que aunque las tenían todas marginadas, en su ignorancia, no se dieron cuenta que seguían a la más vieja de todas ellas: la ley del más fuerte. Nadie cuidaba de nadie. Los sentimientos tan sólo eran moneda de cambio de los amantes del riesgo y de los suicidas que no podían resistir mucho más el juego de Suburbia.
Atracos, violanciones, crueldad extrema eran las emociones residuales de las que se nutría Suburbia. Pero no siempre fue así. Más eso es algo que se perdió con la muerte del último de los ancianos, que otrora conociera tan magnánimo paraíso.
La corrupción penetró lenta pero constante por los afluentes de aquella aparente perfección. La tentación se encargó de desestructurar los gritos de advertencia de aquellos que horrorizados vieron demasiado tarde toda la ponzoña que próximamente quebraría lo que hasta entonces fuera su idílico hogar.
De día todo parecía menos dramático sumergido en su hándicap. En las noches la bestia rugía con trágica insatisfacción.
Era precedida por aullidos demasiado poco humanos para obviar. El corazón de un observador externo a Suburbia no tardaría en ser desgarrado fuera cual fuera el lugar donde aleatoriamente lo ubicara.
Más no todo era maldad en Suburbia. Pero lo que si es cierto, es lo poco que tarda en desaparecer.
La noche en Suburbia ya ha caído hace horas. Y sus habitantes reanudan su función. El tapiz negro desolación ya recubre la ciudad, y es tan sufrido que se traga todo el hedor que sobre él se vierte.
La tragedia se masca, se huele en el ambiente.
Ahora, se suceden en este mismo instante, una cantidad incalculable de desmembramientos, de torturas varias e incontables robos con sus respectivas violaciones y muertes.
En este instante dos corazones laten con violencia.
Uno sabe que va a morir, y demasiado tiempo antes, lo deseará. En el otro hay excitación y caza voraz. El primero pertenece a una mujer. Ya desnuda de cintura para arriba y sangre por su rostro y espalda. Viste unos pantalones de cuero que no tardarán en caer.
A su cazador le gusta la mezcla de olores de sudor con cuero. Potenciará su futura agresividad. El segundo, ese cazador es un hombre algo mayor que la presa. Lleva una gorra de cuero, unos vaqueros desgastados y una erección.
La presa está exhausta y casi no puede correr. El lobo la ase de su melena y de un zarpazo la estampa contra el suelo. Ella lanza el grito impotente del que no espera salvación y debe resignarse a la muerte. En unos breves instantes por su mente pasa toda su vida. Una vida propia de Suburbia. Llena de persecución, pérdida y dolor. Y mientras el cazador muerde su cuello con ansia y aprieta contra su vientre el deseo de su entrepierna, cruza por sus ojos una frustración sin igual.
Mas por un momento, su cerebro parece sufrir un fallo de conexión y la adormecen el alma, unas visiones de una Suburbia limpia de corrupción y miedos. Y una sensación que parece infundirle una calidez sin igual.
Mira al cielo negro de Suburbia, y cree ver un haz de luz.
Sobre ella se encuentra un ser que la observa con compasión y dolor. Parece tan brillante y de sus ojos siente una intensidad tan profunda que jamás había sentido dirigida hacia ella, que estira su brazo intentando rozarle. Sin poder elevar la voz, la presa no le pide ayuda. Tan sólo quiere conocer lo que es. "Nephilim" dice el ser sin hablar.
Se alza y cae extendiendo unas magnánimas alas blancas entorno a su celestial cuerpo. Cae hasta ella, desintegra al cazador con una crueldad aparentemente impropia de él, y la extiende la mano.
La presa alza sus dedos y coge su mano incorporándose. El ser la atrae a su cuerpo y en mitad de Suburbia se da lugar un baile, en mitad de un callejón oscuro. Un ser alado, bailando con lo que pareciera una semidesnuda y herida ángel de cuero.

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