Ya ha pasado un año dentro de mi nueva familia Unitec. Y como no podía ser de otra forma, la adaptación ha sido espeluznante. Las palabras del Señor Kiyoshi fueron certeras, iba a ser la lacra de su estirpe. Más allá de provenir del linaje contrapuesto, era una traidora a los míos, injustificable escupitajo, al número uno de los sagrados mandamientos de mi nuevo padre. Así que, en mitad del lodo donde me vi envuelta, -gran parte, por su culpa-, decidí aferrar la nueva garra del lobo que se tendía ante mí y así al menos poder elegir. No era imbécil, no iba a ser fácil, para nada lo pensé. Pero nunca imaginé las sutilezas del filo con que iban a cortar mi piel, mis nuevos hermanitos.
Ni siquiera era de su etnia. Y no tardé en comprobar, que los perros que paseaban, con sus pomposos pelajes, por el complejo de Unitec, iban al menos diez peldaños por delante de mí, en su pirámide disfuncional de clases. Pero lo intenté cambiar. Aún lo hago. No puedo decrecer, pero cada noche me mato a ejercitar mi cuerpo en la oscuridad de mi nueva celda, para intentar transfigurar lo que hasta entonces Europa consideraba deseable en una mujer. Adelgacé hasta parecerme a ellas, pero no del todo, no podía desencajar los huesos de mis caderas, para ser tan enjuta. Pero las reduje considerablemente. Así como lo hice con mis pechos. Fui dejando crecer mi pelo, al tiempo que comencé a dejar de sentir el sol sobre mi piel. Únicamente cinco minutos al día, lo básico para soportar una vida en escalas de grises. Me quemé la piel del rostro y del cuerpo con ácidos para parecer más blanca. Logré un tono menos disonante, pero me creé eritemas en las zonas más sensibles de mi cuerpo. Me maquillaba como ellas, incluso me vestía como ellas.
Pero variar la genética no estaba en mi mano. Las
directrices de mi nuevo hogar, han hecho que me asquee cada rastro de lo que
soy. Pero debo de ser una rata obediente, porque a pesar de la masacre sufrida
en mi autoconcepto, me levanto cada mañana e intento con mayor esfuerzo,
acercarme un paso más a mi objetivo. Ser uno de ellos. Aun así, cuando
el reflejo del espejo me juega malas pasadas y vomito todo lo que me aleja de mi
nueva manada, algo brilla en mis ojos. Un pequeño fogonazo, como si fuera un
débil PEP dentro de una sinapsis excitatoria. Me deja sin aliento y vuelvo la
mirada hacia adentro, donde se encuentra bajo llave, una vida menos alienante,
pero a la vez, ya surrealista. Mi vida en Overlooker. Entonces me miro y no
reconozco el espectro que tengo delante.
Esta noche, la familia sale a una fiesta, para celebrar los
éxitos cosechados en el mercado tecnológico. Es el momento de exhibir las
mejores galas y ensalzar el orgullo de Unitec, frente a sus competidores. Y ahí
estará su piedra en el zapato. Ahí estará la que fue mi identidad hace ya…
¿sólo un año?. Y para ello, se me ha honrado con la oportunidad de
compartir los frutos del trabajo duro cosechado con su esfuerzo y dedicación. Depositan
mi atuendo en la puerta. Un vestido de color negro, de corte tradicional, hasta
el tobillo. Me peino con una coleta baja y me calzo unos zapatos planos. No me
dirijo a nadie, ya que nadie inicia una conversación conmigo, como es lo
habitual. Espero hasta que señalan la puerta del monovolumen negro de la
comitiva. Avanzamos detrás del nuevo prototipo carmesí de la compañía. Se
desliza sin rozar el asfalto. En él va el Señor Kiyoshi junto a su triada de
confianza.
Las luces de neón multicolor de Tokio me ciegan brevemente,
mientras salgo del vehículo. Me desoriento,
ya que no he vuelto a salir del hogar, desde mi llegada, y esto hace que
me sienta aún más pequeña. La fiesta es en el Casino Senso-ji, en honor a una antigua
secta budista Tendai. Es espectacular, una torre de obsidiana brillante, de más
de cien pisos de altura, cada uno atravesado por una franja iridiscente, que
parpadea a diferentes tempos y con diversas intensidades.
Nos conducen por encima de una alfombra, que parece de un
material vinílico del mismo color que la mole que tenemos delante. A los lados,
los paparazzis se apostan intentando conseguir los mejores planos. Sus
focos me aturden e intento seguir a la comitiva, sin alejar los ojos del suelo,
intentando no tropezar.
La fiesta acontece en el piso setentaisiete del edificio. No
tardamos más de cuatro segundos en llegar a nuestra planta, montados en uno de
los lujosos ascensores del Casino. La noche se vuelve surrealista. Tardo poco
en darme cuenta que la mesa de Overlooker, queda enfrentada a la nuestra, como fichas
en una partida de ajedrez. Sus ojos nos observan depredadoramente y algunos
especialmente se dirigen a mí. Acierto a reconocer a un par de compañeros, entre
el resto de los presentes y presidiéndola, está mi Judas. Evita mirarme
mientras charla con Katherine, su mujer, la cual no me quita ojo. Mis antiguos compañeros... Pero yo sigo inmersa en la burbuja de
hielo que Unitec, me ha construido, desde mi llegada. Ni siquiera me altera su
presencia. Sonrío con los labios cerrados, bebo agua y como lo imprescindible para
no llamar la atención y cuando es conveniente, aplaudo. Dos horas después, voy
al baño y alguien roza mi hombro. Paul, mi ex compañero de mesa. El recuerdo del
desprecio en su mirada, al conocer mi supuesta traición, cruza por mi mente y un
breve fuego fatuo parece recorrer mi cuerpo. Ni siquiera dudó. Y por
primera vez en tiempo, le pongo a otro en el foco de mis reprimidas miserias. No
entiendo sus palabras, todo comienza a dar vueltas en mi cabeza, su voz la
escucho no pareja al movimiento de sus labios, mientras su mano coge la mía
antes de irse y susurra algo que no llego a entender. Un papel se arruga entre
mis dedos, en el momento en que mis vigilantes vienen a ver dónde estoy.
Inclino la cabeza sumisa y me meto en el baño.
Mientras respiro entrecortada, paladeo entre los dientes una
vieja rabia que creía extinta.
Hotel Grand Hyatt de Tokyo. Sábado 19:00 pm.
Te lo debo.
J.W.
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