jueves, 10 de marzo de 2011

Requiem for Constantine


El brillo había comenzado a apagarse. En la esquina de aquel tugurio no había lugar para el color. Era un gris vulgar el que se cernía bajo las brumas. Ni siquiera rozaba lo siniestro. Era vacío. Tanto como aquella misma mañana en la que me había levantado.
Con dolor de cabeza, una fea cicatriz que cruzaba la mitad de mi labio y una botella del amigo Daniel´s rota al lado de la cama.
Era perfecto en su totalidad. Mi vida. Mi soledad. Mi olor corporal. La desesperanza ya había acabado por pasar. ¿Total? Cuando los años lo distorsionaban todo y las emociones más puras y los deseos acababan por volverse restos de porquería, el dolor tampoco tenía razón de ser. Mi mente se había resquebrajado. La rutina se había tornado una monotonía no estudiada, ni calculada. Pero opresivamente igual.
Busqué en mi cabeza dolorida recuerdos de cómo empezó todo, y no encontré absolutamente nada. Ningún resorte significativo a mi degeneración. Fue paulatinamente. De forma fría y distímica, me fui precipitando por los niveles inferiores de la espiral. Ya no me embargaba una extraña añoranza por lo perdido. ¿Para qué? Simplemente no volvería. No merecía la pena sufrir por algo que no volvería a ceñirme el cuerpo.
La rabia era lo único que quedaba de todo aquello. (Bueno, y mi jodida dependencia a la nicotina). Y eso sí que me hacía sentir y vibrar.
Era lo único que había impedido que me estampara furioso contra un coche, mancillando la moral del desafortunado conductor del vehículo. Qué me importaba a mí una moral que no abrazaba cuando me desmoronaba sobre la cama..
Me miré en el espejo cubierto de polvo, huellas y quizás algo de carmín.. ¿o era sangre?
La barba de semanas –o meses- ocultaba bastante bien la cicatriz. La mirada empequeñecida, había ganado fulgor. Y la sonrisa se había vuelto más macabra si cabe.
Me pongo sobre la camisa arrugada la gabardina color marginación social.
Era el momento de enfrentarse a las miradas. Era la hora de ser el John hijo de puta que toda la familia se jactaba de conocer. Hoy iba a ser el cabrón más feliz del universo.
La gente no tardaría en llegar.
Se dejarían ver con sus rostros fríos y distantes cargados de reproches y satisfacción mal camuflada. Mientras, la música comenzaría a sonar, y los murmullos insistentes se silenciarían. Todos mirarían hacia delante. Un cura de pago, oficiaría el sermón, mirando satisfechos cómo un hombre que ni siquiera llegó a conocerme, decía palabras cargadas de emoción, que sonaban terriblemente extrañas por el destinatario sobre el que las vertía.
-Joder.. menudas pintas llevo.
Bueno, que se jodan, este es el día de mi puta muerte. Tengo derecho a ser el impresentable que todos esperan ver. Se lo debo. En la caja de madera sólo habrá un feo cadáver. Nada de maquillaje, nada de traje y camisa planchada. La muerte no es épica. Qué gran lección para alguien como yo. No.. ese no sería yo. Me verán tal como siempre me mostraron a través de sus miradas llenas de reproches. Me lo gané. Y mi sonrisa de cabrón les dedicará un “¡que os jodan a todos!” que llenará toda la maldita ciudad llena de brumas. Sólo lo lamento por ella...
Bueno, es hora de dar rienda suelta a la función sobre el tapiz que hoy me he encargado de preparar. ¿O qué creías? Soy un puto mago. El prestidigitador jugará su última baza.
Me muero por ver en retrasmisión directa desde el Infierno, la cara de todos ellos, cuando dé mi lección final desde este cajón de 2 m de largo, 0,7 x 0,65 m de altura. Es la hora.
-Necesito nicotina.
Es la hora. Me repito. Pero como siempre me decía ella.. siempre he pecado de ser un repetitivo y sarcástico hijo de puta.

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